lunes, 23 de marzo de 2015

Breve historia de Morona. Las consecuencias de vivir en jaula

                                                                                   Por Ari Herrera




Morona llegó a casa una mañana de junio de 2008. Recuerdo que estaba atendiendo a mis conejos antes de salir al trabajo cuando me asomé por la ventana y vi lo que sucedía: una coneja que intentaba comer las plantas del vecino, mientras el jardinero la ahuyentaba. Salí corriendo y le pedí que no la asustara, que me ayudara a atraparla. Ella corrió a la siguiente casa y trató de refugiarse entre unos troncos; aunque se asustó mucho, logré atraparla antes de que se escondiera.


Esa misma mañana la llevé al veterinario para que la revisara, tenía pulgas, garrapatas, estaba muy flaca y algo que sospeché: estaba cargada.

Luego de cinco días de nuestro primer encuentro, nacieron los pequeñines.


Al principio, la llevaba constantemente a revisión médica, ya que estaba muy descompensada. Y con la llegada de los pequeñines, no tuvo mucha oportunidad de recuperarse; fue en una de esas revisiones cuando, mediante una radiografía, se descubrió que tenía un problema de calcificación en los discos intervertebrales. Sentí que el mundo se me venía abajo, esa pequeña coneja me había conquistado en muy poco tiempo. Era sumamente cariñosa.



El daño era irreparable y degenerativo. Su problema de espalda y el mal estado de uno de sus deditos nos llevó a la conclusión de que su antiguo dueño la tuvo en jaula. Era joven aún, un poco más de seis meses; sin embargo, ese tiempo lo vivió recluida en un espacio diminuto sin posibilidades de moverse, lo que dañó su columna vertebral.

Pasó el tiempo sin mayores cambios, ella siempre tan cariñosa como el primer día que llegó. Sus hijos crecieron sanos, y ella era el pilar del grupo.
 

 


Los veterinarios me comentaron que si la esterilizaba, era probable que surgieran problemas en la recuperación por su problema de espalda, por lo que fui retrasando la fecha, semana a semana, hasta que se convirtieron en años.

Fue durante en una de esas revisiones, que el médico detectó anomalías en su útero, así que la esterilización no pudo aplazarse más. Su útero estaba lleno de tumores, algunos de gran tamaño. Salió bien de la cirugía, ahora nos enfrentábamos a la recuperación.

 


La herida sanó rápidamente; sin embargo, tal como me lo habían comentado años antes, su espalda lo resintió: por miedo decidí postergar la operación, lo que resultó más pesado para ella, porque su problema de columna ya había avanzado.



Al poco tiempo de su recuperación, noté que sus talones tenían calvas; no se trataba del típico callo por caminar en pisos duros, sino algo de apariencia anormal. Mi pequeña Moronilla había desarrollado pododermatitis. Al principio, se trató como una afección leve, pero al cabo de unos días probó ser algo mucho más difícil de atender.

Al no poder caminar bien, su espalda se forzaba y se apoyaba de forma extraña, lo que provocó que la pododermatitis avanzara y se formara un círculo vicioso hasta que se le infectaron ambas patas a pesar de que tomaba dos antibióticos diferentes en ese momento. Fue una infección muy agresiva, rápida y destructiva. En una pata, afectó la piel, el músculo y el tendón hasta llegar al hueso; en la otra, el daño no fue tanto pero afectó enormemente los tejidos.

 


Mi pequeña estaba ahora condenada a usar zapatos para no seguir lastimándose, y que pudiera seguir viviendo con sus hijos y no confinada a un área controlada en solitario.
Se adaptó rápidamente a los zapatos, aprendió a relacionarlos con un rato de muchos apapachos, masajito rico en sus patitas y, al término de la sesión, un par de pasitas o arándanos por ser tan valiente.


La infección se controló al cabo de unas semanas, pero la recuperación fue muy lenta con algunos retrocesos por quitarse los zapatos por algunas horas mientras yo estaba en el trabajo o durmiendo.


Aunque pasó un año y sus patas estaban estables, empezó a tener complicaciones de salud: bajó de peso, le salió un absceso debajo del ojo y perdió movilidad en sus patas traseras. A pesar de ello, nunca perdió el buen ánimo, siempre era cariñosa con los miembros de su familia, los cuales notaron que algo no estaba bien, y comenzaron a portarse más amables con ella que de costumbre.

Tras varios estudios y una radiografía, nos dimos cuenta que tenía una infección en los huesos, no supimos el origen. Su columna ya estaba muy afectada. Empezó a tener complicaciones respiratorias y a dejar de comer forraje y pellets, por lo que tuve que recurrir al alimento especial.

 
 
Al poco tiempo, mi pequeña decidió que ya había cumplido con su misión en este mundo y, una noche de octubre de 2014, se despidió de nosotros para siempre; primero de sus humanos y luego me pidió que la llevara con su familia, donde rodeada por ellos, recibiendo besitos y acostada en su camita, dio su último respiro.



Moronilla siempre fue especial entre los especiales. Para mí fue muy doloroso ver cómo se fue deteriorando poco a poco mi conejilla mimosa, y es entonces cuando aparecen los “hubiera”, por eso cuento su historia, para que a ustedes y a sus conejos no les suceda.