Por Ari Herrera
Morona llegó a
casa una mañana de junio de 2008. Recuerdo que
estaba atendiendo a mis conejos antes de salir al trabajo cuando me asomé por
la ventana y vi lo que sucedía: una coneja que intentaba comer las plantas del
vecino, mientras el jardinero la ahuyentaba. Salí corriendo y le pedí que no la
asustara, que me ayudara a atraparla. Ella corrió a la siguiente casa y trató
de refugiarse entre unos troncos; aunque se asustó mucho, logré atraparla antes
de que se escondiera.
Esa misma mañana
la llevé al veterinario para que la revisara, tenía pulgas, garrapatas, estaba
muy flaca y algo que sospeché: estaba cargada.
Luego de cinco
días de nuestro primer encuentro, nacieron los pequeñines.
Al principio, la
llevaba constantemente a revisión médica, ya que estaba muy descompensada. Y
con la llegada de los pequeñines, no tuvo mucha oportunidad de recuperarse; fue
en una de esas revisiones cuando, mediante una radiografía, se descubrió que
tenía un problema de calcificación en los discos intervertebrales. Sentí que el
mundo se me venía abajo, esa pequeña coneja me había conquistado en muy poco
tiempo. Era sumamente cariñosa.
El daño era
irreparable y degenerativo. Su problema de espalda y el mal estado de uno de
sus deditos nos llevó a la conclusión de que su antiguo dueño la tuvo en jaula.
Era joven aún, un poco más de seis meses; sin embargo, ese tiempo lo vivió
recluida en un espacio diminuto sin posibilidades de moverse, lo que dañó su
columna vertebral.
Pasó el tiempo
sin mayores cambios, ella siempre tan cariñosa como el primer día que llegó.
Sus hijos crecieron sanos, y ella era el pilar del grupo.
Los veterinarios
me comentaron que si la esterilizaba, era probable que surgieran problemas en
la recuperación por su problema de espalda, por lo que fui retrasando la fecha,
semana a semana, hasta que se convirtieron en años.
Fue durante en una
de esas revisiones, que el médico detectó anomalías en su útero, así que la
esterilización no pudo aplazarse más. Su útero estaba
lleno de tumores, algunos de gran tamaño. Salió bien de la cirugía, ahora nos
enfrentábamos a la recuperación.
La herida sanó
rápidamente; sin embargo, tal como me lo habían comentado años antes, su
espalda lo resintió: por miedo decidí postergar la operación, lo que resultó
más pesado para ella, porque su problema de columna ya había avanzado.
Al poco tiempo de
su recuperación, noté que sus talones tenían calvas; no se trataba del típico
callo por caminar en pisos duros, sino algo de apariencia anormal. Mi pequeña
Moronilla había desarrollado pododermatitis. Al principio, se
trató como una afección leve, pero al cabo de unos días probó ser algo
mucho más difícil de atender.
Al no poder
caminar bien, su espalda se forzaba y se apoyaba de forma extraña, lo que provocó
que la pododermatitis avanzara y se formara un círculo vicioso hasta que se le
infectaron ambas patas a pesar de que tomaba dos antibióticos diferentes en ese
momento. Fue una infección
muy agresiva, rápida y destructiva. En una pata, afectó la piel, el músculo y
el tendón hasta llegar al hueso; en la otra, el daño no fue tanto pero afectó
enormemente los tejidos.
Mi pequeña estaba
ahora condenada a usar zapatos para
no seguir lastimándose, y que pudiera seguir viviendo con sus hijos y no
confinada a un área controlada en solitario.
Se adaptó
rápidamente a los zapatos, aprendió a relacionarlos con un rato de muchos
apapachos, masajito rico en sus patitas y, al término de la sesión, un par de
pasitas o arándanos por ser tan valiente.
La infección se
controló al cabo de unas semanas, pero la recuperación fue muy lenta con
algunos retrocesos por quitarse los zapatos por algunas horas mientras yo
estaba en el trabajo o durmiendo.
Aunque pasó un
año y sus patas estaban estables, empezó a tener complicaciones de salud: bajó
de peso, le salió un absceso debajo del ojo y perdió movilidad en sus patas
traseras. A pesar de ello, nunca perdió el buen ánimo, siempre era cariñosa con
los miembros de su familia, los cuales notaron que algo no estaba bien, y
comenzaron a portarse más amables con ella que de costumbre.
Tras varios
estudios y una radiografía, nos dimos cuenta que tenía una infección en los
huesos, no supimos el origen. Su columna ya estaba muy afectada. Empezó a tener
complicaciones respiratorias y a dejar de comer forraje y pellets, por lo que
tuve que recurrir al alimento especial.
Al poco tiempo,
mi pequeña decidió que ya había cumplido con su misión en este mundo y, una
noche de octubre de 2014, se despidió de nosotros para siempre; primero de sus
humanos y luego me pidió que la llevara con su familia, donde rodeada por
ellos, recibiendo besitos y acostada en su camita, dio su último respiro.
Moronilla siempre
fue especial entre los especiales. Para mí fue muy doloroso ver cómo se fue
deteriorando poco a poco mi conejilla mimosa, y es entonces cuando aparecen los
“hubiera”, por eso cuento su historia, para que a ustedes y a sus conejos no les suceda.